domingo, 19 de mayo de 2013

Tramites Literarios

     



        No va a ser "Los Puentes de Madison" porque mi madre, con Meryl Steep, solo tenía en común la piel palida y sajona; pero desde que estoy dedicada a embalarle los libros, parece como si una mujer distinta me esperara en cada estante. Llevo cinco cajas donde se acumulan Stendhal, Duvergier, Proust,  Beauvier, por ahí le destilaba el liceo francés, y no por el formulismo (como había pensado toda mi vida). Y poesía, mucha, en todos los formatos y de todos los paises; sin distinción de época, estado civil ni  reconocimiento del autor. O sea que.... ¿una romántica le vivía detrás del sargento?

          Volvemos a las curiosidades de la historia personal de cada uno: el mismo día en que Wert le perpetra a la sociedad española el mayor recorte intelectual de los últimos tiempos, servidora descubre que el icono educacional de su infancia (hierático como Nefertiti y formalmente en la distancia del trono de Isabel de Inglaterra), inamovible en principios y estilismo, tenía vida propia, y, encima, interior. Cierto que la pillé varias veces leyendo a Colette, y en una ocasión charlamos sobre Victor Hugo y George Simenón, pero ¿Pierre Louis?......Se me abren las carnes solo de pensar en cuando llegue a los diarios privados (hay seguro, en algún sitio) y tendré que consultar con el gabinete de crísis si quemarlos directamente o echarles un vistazo.

       Lo malo de los libros no es la acumulación de polvo, que también, sino su capacidad de mutar a chivatos de las intimidades de uno. Dependiendo de la ubicación en la estantería, y factores como accesibilidad o desplazamiento en cuanto al eje cama, un volumen representa una cosa u otra en la vida del usuario. Luego, la fisiología propia de cada volumen (desgaste del lomo, apertura de las páginas...)
y el estado espiritual o interior donde algunos con suerte aparecen subrayados, otros, los privilegiados, lucen glosas en los margenes; la mayoría lleva la marca de un vértice doblado (señal inequívoca de lectura), y todos, todos, envejecen sutilmente espolvoreados, como mínimo, de aprecio. Tal es, creo, el alma de una biblioteca privada. Las públicas, según he podido observar con los años, carecen de alma, pero están muy bien surtidas de cuerpo.

       Como Mafalda con la sopa, intento concentrarme y hacer, del universo de cartón, un tramite indispensable para el fluido de la vida tal y como la conocemos. Lamentablemente los libros me lo impiden o, como diría Freud "el inconsciente donde residen las figuras parentales"

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