martes, 4 de diciembre de 2012

Apocalipsis


He dedicado la tarde del sábado a una mudanza franciscana, nada de grandes camiones atascando la calle, ni furgonetas, ni siquiera una motocarro: ha sido todo a mano, bulto a bulto, en bolsas ecológicas del Carrefour, que tienen capacidad para más de quince libros, un barreño cargado de ollas, o todos los juegos de toallas de la temporada de Ikea. Lo tengo contabilizado porque, además, el transporte se realizaba a lomos de bípedos; concretamente sobre los lomos de la propietaria del menage y servidora.

Claro que la nueva casa no está en esa quinta fortknox que tanto se publicita últimamente (y que se localiza en una dimensión muy lejana); como mi amiga cumple todos los parámetros de la estadística actual -divorciada, en paro, con hijo conflictivo, perro y cursillo del INEM- su mudanza  iba de un pisito de 30 metros, en edificación antigua, 4ª planta (con entresuelo) sin ascensor, a otro pisito de 29 metros, en edificación protegida, 4ª planta sin ascensor, tres calles más arriba. Hemos hecho diez viajes. Podría hacer un esfuerzo y calcular el número exacto de veces que hemos subido cuatro pisos, mi amiga y yo. Pero soy mala en matemáticas y prefiero contabilizar la pasta que me he ahorrado en gimnasio. Mientras subíamos el Turmalet de la calle Escorial, en plena pájara, mi mente evocaba el arrebato de buen rollito que me había parecido detectar en los informativos del mediodía. ¿Será eso lo que piensa un maratoniano en el kilómetro 38? El agotamiento te desliza a un túnel blanquecino de paz espiritual. Ahí estaban el matrimonio asturiano que ha cedido un piso a una familia desahuciada, el constructor que ha cedido un montón, y el madero neoyorquino calzando a un sin techo de su propio bolsillo. ¿Y si la Gran Batalla entre el Bien y el Mal que augura el Apocalipsis -tan de moda ahora-, no va de fiambres y casquería, sino de voluntades?

La voluntad de hacer algo, lo que sea, y la voluntad de no hacer nada, de aceptar como necesaria la brutalidad humana. Fue una pájara que ni Indurain.

Terminamos a las doce, mi amiga -como parada con pundonor profesional- le dejó el pisito al propietario como los chorros del oro, y yo la dejé en el nuevo palomar, envuelta en cajas y con el apoyo solidario de su perra jadeándole en la cara. Mañana, cuando esté descansada, le daré una vuelta al asunto de la voluntad y el Apocalipsis. Con las agujetas que tendré me parece lo más apropiado.

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