martes, 29 de enero de 2013

Siete años en el matrimonio




         Hace unos años, una diputada del bundestag especialmente visionaria, o valiente, presentó un proyecto de ley que regulaba el “Matrimonio a Siete Años” (ampliables). Aquí hubiera hecho furor, allí no sé si salió aprobada pero no apareció en la portada de un ABC escandalizado, así que supongo que no. A lo mejor estaba poco regulado el asunto de los hijos pero la idea, sobre el papel y la base empírica de varias generaciones, es buena. Por alguna razón que deben conocer Dios, la Cábala y tres más, el siete es el número maldito por excelencia. Igual es un temporizador hormonal, o tiene que ver con los cromosomas, pero hablamos del tiempo más o menos exacto que tarda un hombre en explorar y cartografiar, un nuevo paisaje. El siglo XIX está plagado de gestas africanas con duración bíblica, y, si trasladamos la dimensión geográfica a la biológica, resulta que, en siete años, el macho humano ya tiene absolutamente cartografiada a la compañera (algunos, los más difuminados, hasta han explorado terrenos adyacentes).

       No digo que la hembra de la especie no sufra variaciones séptimas y hasta severas; pero a esas alturas ha desmenuzado el alma del padre de sus hijos y ya sabe a qué atenerse. La mayoría lo asume como tributo a la generación siguiente. De los machos que conozco, un alto porcentaje vuelve al punto de partida de un nuevo territorio. Es un comportamiento absurdo que en casos muy asimétricos roza el ridículo, pero se repite con una monotonía digna de una Ley reguladora. Siendo alemanes, supongo que el espinoso asunto de los churumbeles, lo habrían tratado como inversión industrial patriótica: a riguroso escote entre papá, mamá y el estado. Aquí acabaríamos liándola y saldría algún listillo estéril, padre de familia numerosa. Pero además, como aquí la descendencia tiene rango de medalla, habría tortas por colgarse la subvención asociada.

      Sin embargo, si hay algo que me avergüenza de algunas partes contratantes nacionales, es el nivel de ofensa que infieren en la inteligencia de la parte protegida del contrato, al suponerlos receptores de un favor personal: “Mejor que no sufran la tensión ambiental”. Como si tarde o temprano no fueran a encontrarse con la tensión ambiental de la escuela española. Igual duele ver a Rajoy recortando derechos sin atender a razones: por las consecuencias.

       Seré muy antigua, vieja probablemente, y por eso valoro la casquería social como el honor, el compromiso, la palabra, la honradez… cachivaches que se venden muy bien, barato, barato, en el mercado moderno industrializado. Pero de los que ya quedan pocos hechos a mano según la tradición. Y es una lástima que se pierda.

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