Foto: Hannibal Poenaru |
La otra, un poco más menuda, llegó con el último portero de la finca y se quedó cómodamente instalada cuando el hombre se retiró. Su pelo también es bonito, como de nutria, impermeable, y conserva ciertos tonos de dehesa que se trajo del pueblo. Yo, al principio, pensaba que la movida venía de un asunto de nido, esto es: la de capital, como buena cosmopolita, le había cedido un almohadón a la advenediza llevada por su reconocido paternalismo. Y la de campo, con esa astuta retranca que caracteriza a nuestros bichos autóctonos, había conseguido colocar su almohadón junto al fuego y mandar a la mentora a los aledaños de la nevera. Ninguno de los vecinos sabemos cómo lo ha hecho, pero lo cierto es que la gatita del portero se pasea, ahora, por el porche del palacete como si fuera la gata mimada del amo. La aparición repentina de Don Gato y sus amigos, que ya no son aquellos maravillosos personajes de la infancia, defendiendo con garras como palabras y mordiscos como labios, el almohadón de la rubia, me ha hecho pensar en el sexo.
¿Y si, en realidad, se tratara de un intento por acaparar la atención del macho dominante?
En Madrid tenemos las ratas mejor alimentadas de España, y por eso estamos acostumbrados a los gatos y sus movidas. Pero estoy segura de que tanto los vecinos, como los machos en celo de la finca del otro lado de la calzada, están deseando que estas dos gatas caigan a un charco y empiece la lucha de barrizal.
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