Foto: Shorizo izo |
Manolito ha vuelto
a darme un ejemplo de memoria histórica que ya quisiera para mis congéneres
de la especie humana. Nosotros, siendo españoles, podríamos clasificarnos
como personas de clase blanca, subcategoría europea, sección mediterránea,
rama económica recesiva, área avícola porque, además, gozamos de
una memoria-colibrí que nos capacita para la supervivencia. Lo de
Madrid Arena adolecía los mismos fallos de seguridad - favoritismo
político, subcontrata fraudulenta, escasez de titulación oficial de
seguratas - que se repiten en la noche madrileña todos los días y estallan
de vez en cuando sobre las cabezas mas insospechadas. Con menos apellido
biológico, Manolito se acuerda de levantar la pata junto al portal
de un sujeto que le agredió siendo cachorro, cada vez que sale a la
calle.
De la misma manera,
he venido en observar que, de madrugada, cuando salimos el y yo a solas,
literalmente, se reserva la vejiga para ir goteando todas las terrazas
colindantes, por riguroso orden de apertura. En las dos mas grandes
- Plaza de S. Ildefonso - también deposita su opinión más escatológica.
Creo que lo hace en tono reivindicativo, como protesta por la pérdida
de espacios públicos, y últimamente me he sorprendido a mí misma contando
mesas. Es imposible enumerarlas, avanzan dos centímetros al día por
pareja de patas, como las legiones romanas. Y se camuflan detrás de
frondosos arbustos erguidos, en jardineras de piedra, por hordas de
camareros. Siempre antes de las 11, para la primera tapita.
Manolo, que debido
a la escasez de árboles se ve obligado a hacer equilibrios en los
maceteros redondos de la Plaza de Cambroneros, odia el cemento y añora
el verde de su infancia, aquellos agujeros abiertos en la acera, rellenos
de arena suculentamente apestosa, con un tronco en el centro. Culpa
directamente a las terrazas, y no le diría yo que no, pero, según
el Ayuntamiento, también están los botellones del viernes, la necesidad
de bancos para los ancianos del sábado (si hay sombra, pasean, y si
pasean quieren sentarse), el gasto en bolsitas públicas para excrementos
(habría overbooking canino) justo cuando empieza a florecer un lucrativo
sector privado de venta de las mismas bolsitas en supermercados y grandes
superficies... En fin, un cúmulo de imponderables que Manolito no
termina de digerir. Él es un perro machadiano, de esos que uno espera
encontrarse en una tarde de otoño y por un camino de Soria. Marrón,
de patita corta, pelo ralo y rabo acaracolado sobre el lomo; con las
orejas volanderas y expresivas, el belfo abullonado hacia afuera, y
los ojos saltones. Ni su madre, en un día optimista, podría decir
que es guapo, pero habla alto y claro. Y tiene memoria.
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