Foto: PDPhotos |
Hoy he podido rodear de pasos, por fin, el Congreso. El día ceniciento, el persistente
moqueo del cielo, el hombre de Granada recién suicidado de vergüenza
y desahucio... todo, hasta las articulaciones, me pedían a gritos ir
a echar un vistazo. Y, oh sorpresa, al otro lado de anteriormente inaccesibles vallas azules, la carrera de San Jerónimo me parecía
menos amplia, el edificio de las Cortes menos majestuoso, y los leones
mas pequeños. Debe ser que he crecido.
Por si fuera poco,
una especie de coloración (o decoloración) gris sucio impregnaba toda
la arquitectura de la calle, como si los hongos imprescindibles de las
cuevas de Cabrales hubieran buscado - y conseguido - salida al exterior
desde lo más podrido del queso. Oler, no olía. Pero seguro que lo
que salga de ahí tampoco tendrá el mismo sabor con denominación de
origen. Ni parecido, vamos. Hasta las vallas azules que, en doble hilera, envolvieron la fachada, yacían lánguidamente a los lados
de la escalinata como las puntas de una pajarita después de la fiesta,
sin el menor atisbo de gallardía guerrera.
De vuelta a casa,
la inmensidad del trabajo de higiene que nos espera para devolver la
prestancia al Parlamento, me vino persiguiendo como una sombra, nefasta
pero inevitable.
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