Hoy he tenido la osadía de remitir un paquete postal
desde la Central de Correos de España. Se les llena la boca de
bandera. Si hubiera habido más funcionarios detrás de la barra y menos
carros de correspondencia abandonados detrás de los funcionarios,
me hubiera creído que estaba en Munich.
El ambiente, cuidadosamente
diseñado, frío y metálico, con unos bancos de acero inoxidable,
para hacer desistir al más pertinaz - o congelado - de los callejeros,
ha tenido que costar lo que, antiguamente, se llamaba “un Congo”.
Pero ellos se lo pueden permitir después de “clavarme” - esta expresión
es atemporal - 18 euros con 70 céntimos, por enviarme un paquete a
Palma de Mallorca (que yo sepa todavía dentro del territorio ¿nacional?). Por ese precio, eso sí, tengo derecho a maquinita expendedora
de número cuando entro, atención personalizada y rigurosamente monótona
detrás de una lujosa barra donde dan ganas de tomarse un gin tonic,
servicio de balanza ultramoderna y una dirección de web desde la que
seguir las evoluciones de mi paquete a tiempo casi real.
Claro, que tengo
ciertas reservas sobre esa página. La he usado. Concretamente cuando,
intentando evitarme el viaje a la Sede Central, busqué una sucursal
cerca de casa. Había una, en la calle Pizarro, que estaba abierta por
las tardes hasta las ocho (me garantizó la página). Por supuesto, cuando
llegué con mi paquete, la sucursal no solo estaba cerrada, sino abandonada
y, aparentemente, por el estado cochambroso de su entrada, en primer
estadío de okupación.
Bueno, bien, ya está el trabajo hecho y mi paquete,
a estas alturas casi hijo de mis entretelas, ha partido por la puerta
Grande, con billete de business class y cámara incorporada a lo Gran
Hermano. Espero que, con esta tecnología y nivel de eficacia germánicos,
llegue a su destino razonablemente a tiempo.
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